LA CINICA CONDENA DE LA VIOLENCIA POR LOS "PARTIDOS DEL ORDEN"
En vísperas de la contienda electoral para la elección de convencionales constituyentes el torrente de la demagogia desborda todos los cauces. Quienes por décadas han defendido con dientes y uñas los obscenos privilegios que la dictadura aseguró a un puñado de magnates aparecen ahora como paladines de la justicia.
Los mismos que tan solo en enero
del año pasado, votando en el Senado, se negaron a restituir al agua su natural
condición de bien nacional de uso público, derraman ahora lágrimas de cocodrilo
por quienes sufren a diario el atropello que ha significado la imposición del
régimen de privatización de los derechos de agua.
La hipocresía es el homenaje que
el vicio rinde a la virtud. Y quienes en su acción política apelan a ella es
porque han defendido y defienden algo que para la conciencia y moralidad
colectiva resulta indefendible como lo son las desigualdades, los privilegios,
la corrupción, el nepotismo, la prepotencia y los abusos.
Y uno de los aspectos más recurrentes
de los mensajes a la población que lanzan los integrantes del “partido del
orden”, entre los cuales destacan todos los que apoyaron incondicionalmente a una
de las más brutales dictaduras que han existido en América Latina, es su
constante pontificación en contra de la violencia.
Lo más patético es que quienes,
clamando contra la violencia por los daños que se le han inferido a una simple estatua,
no tengan el menor escrúpulo en justificar la desenfrenada represión policial
que ha dado como resultado un sinnúmero de agresiones de todo tipo y centenares
de personas mutiladas de por vida.
Se trata de una discursividad que
es no solo cínica sino también carente de todo contenido sustantivo. Con esa
lógica, que disocia torpemente fines y medios, habría que reescribir completamente
la historia de América latina para condenar como vulgares “terroristas” a todos
los próceres de nuestra independencia.
Pero lo cierto es que no toda
acción violenta merece ser condenada por igual. Ciertamente no tiene igual
significado la violencia del que agrede que la del que se defiende, ni la que se
utiliza para oprimir o para liberar. Ni si a ella se apela por imperiosa necesidad
o sin ella. Todo depende de los fines y las circunstancias.
En consecuencia, la cuestión no
se resuelve con un simple sermoneo. Más aún, el debate de fondo no concierne a
las formas de la acción social y política sino, a la de los fines y valores que
con ella se busca preservar o instituir, y también a la de las causas que la
detonan y las circunstancias que la condicionan.
Así por ejemplo, el que se impongan
desde el gobierno políticas que acrecientan sistemáticamente las desigualdades económicas
y sociales configura una forma institucionalizada de violencia cotidiana, que
precariza las condiciones de vida y atropella los derechos de la gran mayoría
que las padece.
Asimismo, el que por décadas la
casta política, nepotista y corrupta, que ha gobernado el país haya hecho oídos
sordos ante los reclamos y las demandas ciudadanas o, cuando ya no puede
ignorarlas, asuma compromisos que luego sistemáticamente desconoce, es también
una forma de violencia institucionalizada.
Una violencia institucionalizada
que, con la indiferencia y complicidad de la casta política, ha golpeado de
manera permanente a la mayoría de la población, condenándola a vivir en una
situación de gran precariedad, con sueldos y pensiones miserables, con una pésima
atención de salud, segregados en la educación, etc.
En consecuencia, ¿qué puede tener
de extraño que quienes se han visto sistemáticamente ignorados, ninguneados y
marginados, reaccionen luego de manera explosiva ante los atropellos y las
burlas de que han sido víctimas por tanto tiempo? En realidad lo único extraño
es que no hayan reaccionado antes.
Quienes desde posiciones de poder,
o sometidos ideológicamente a ellas, condenan y exigen condenar la violencia de
quienes reaccionan ante las injusticias que padecen, solo buscan legitimar la bestial
violencia policial con que se han empeñado en reprimirlos para restablecer el
imperio del "principio de autoridad".
Vinculado a ese cínico rechazo a
la violencia se oye sermonear también que la Constitución debe ser “la casa de
todos” y no una expresión sectaria de un solo sector. Y lo dicen precisamente
quienes por décadas han defendido los intereses de una ínfima minoría a
expensas de los intereses de la inmensa mayoría.
Más aún, se pretende catalogar
como una expresión de violencia toda forma de movilización popular que ponga en
cuestión las disposiciones antidemocráticas con que la casta política pretende
impedir que la soberanía del pueblo pueda realmente hacerse valer en las
decisiones de la Convención Constituyente.
Hasta los más recalcitrantes
derechistas, que añoran los tiempos en que reinaba en Chile el más despiadado terrorismo
de Estado, se presentan ahora a sí mismos, cual lobos con piel de ovejas, con
un discurso ultra demagógico que, buscando engañar a los ciudadanos, aparenta sintonizar
con las demandas populares.
Pero, como lo ilustra la historia,
la violencia ha sido el medio habitual del que se valen las minorías opresoras
y explotadoras para cautelar sus intereses y privilegios. Los ejemplos abundan:
la barbarie del terror blanco y del fascismo, la violencia genocida de las
guerras imperialistas, el terrorismo de Nagasaki e Hiroshima, etc.
Y justamente hoy, 18 de marzo, al
conmemorar el sesquicentenario de la Comuna de París, cabe recordar que aquella
formidable gesta del movimiento obrero, que estableció el gobierno más
democrático conocido en la historia, terminó ahogada en sangre por la criminal represión
desatada en su contra por la burguesía.
¡Confiamos en que ahora nuestro pueblo no se dejará engañar y que continuará despierto y movilizado!